Ordesa y Monte Perdido. Sector Ordesa.

Es preciso rendir pleitesía al valle de Ordesa, un espacio natural que ya alcanzó la prerrogativa de Parque Nacional en 1918. Un espacio de «esos Pirineos, capaces de dar a los santos del cielo, nostalgia de la Tierra (Russell)». Valle abierto, espacioso, pintado en matices de verde según el tipo de su boscaje, como un regalo o un descenso para cualquier viajero que traiga arideces en los ojos. Testigo de innegable valor de la actividad erosiva, del modelado glaciar de los circos a la impronta fluvial. La naturaleza ha querido concentrar sus fuerzas y recursos en el cuadro vivo y total de su poder.
Un valle de estructura especial y aspectos geológicos singulares, relieve y forma características, determinadas por su naturaleza calcárea. Fortalezas poderosas, auténticos lienzos de muralla, circos en anfiteatro, acantilados enamorados de la posición vertical, estratos horizontales, colorista arenisca de Marboré, fajas en declive, abruptas paredes, proas y bloques, como centinelas, sus pieles rugosas, mal cinceladas por los siglos y la erosión. Orden y elegancia. Grandiosidad y paz.
El Tozal del Mallo, altar natural, austero y grandioso, sin ornamentos ni luminarias. No hay incienso ni rayos de luz. Sólo en lo alto la inmensa bóveda azul. Circos de Soaso, Carriata y Cotatuero mostrando su mordedura glaciar. Paredes de Mondarruego, Gallinero, Fraucata o Duáscaro, colosos multicolores, preñados de contrastes. Punta de Escuzana, Diazas, Tobacor, Mondicieto o Custodia, auténticos miradores de altura. Fajas del Mallo, Luenga, Pelay o de las Flores, mínimas cornisas a modo de rasguños en la dura epidermis del roquedo. Un sinfín de nombres evocadores para una arquitectura y decoración resultado de un patrón original.
En el fondo del valle, el silencio y la diversidad de la fronda vegetal. Pino silvestre de Andescastieto y Sopeliana, abetos de Cotatuero, bosque de las Hayas, pino negro en la Faja Pelay. Masa prieta, creadora de penumbra, riqueza ambiental importante, solícita acogedora de una fauna amplísima.
El río Arazas, como hilo conductor, desde el estruendo de sus cascadas, Cola de Caballo, del Estrecho, de la Cueva, Cotatuero, Arripas, Molinieto… el regalo de las Gradas de Soaso, hasta sus tramos de discurrir apacible, con agua transparente que refleja gleras y cantos. En contraste, el lapiaz inacabable de la Acuta, relieve cuarteado, o las uvalas o sumideros de Salarons, Aguas Tuertas o Millaris. Más allá de las consideraciones científicas, por encima de cualquier teoría o teorema, es nuestra sensibilidad la que permite aprehender y humanizar este inmenso y espectacular paisaje.
El valle se abre como escenario de una gran representación. Mosaico variopinto donde destacan las dimensiones del escenario y su calidad ambiental, densa en alicientes. El elemento más llamativo es el relieve. Pero a factor tan peculiar se unen el colorido, los materiales, la vegetación, los contrastes, las masas y las líneas. El paisaje se envuelve como en un celofán de aromas penetrantes, sonidos, luces y colores, en toda esa armonía natural que forman el ave y el sarrio, la roca y el rododendro, la nube y el río, el boj y la genciana. Más arriba del valle la naturaleza se desnuda. Roca, luz y silencio. Desiertos de piedra, y el sarrio como el rey de los espacios libres.
Volveremos a menudo a sorprendernos, pese a los numerosos reencuentros, frente a las esculturas de las murallas de Ordesa, auténticos bastiones de un mundo geológico, en silencioso mensaje de dominio y protección sobre el valle. Y frente al Tozal del Mallo, la elegancia del símbolo. Ellos presidirán nuestro sueño. El sueño de volver, la ilusión de no marchar.

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ORDESA Y MONTE PERDIDO
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